miércoles, 31 de diciembre de 2008

Calle

Saltó sobre el barro. Rompió la capa superficial y la masa blanda-café fue penetrada por las diadoras blancas. Ella no sabía que jugar con tierra mojada ya no era para su edad. El pantalón corto proyectaba sus piernas. La polera dejaba que el cuello fuera abrazado por el sol. Las gotas de sudor sobre sus labios. Las axilas y el pecho pedían algo de libertad. El grifo continua lanzando el chorro furioso unos metros más allá y cinco cuerpitos flacos reciben el golpe mojado. Ella vive en esa población, junto a los otros. Sin miedo y sin mucha conciencia sale a jugar. Tiene algunos amigos que su padre no aprueba. Pero él no está hoy. Así que es una tarde feliz. Ella quiere recorrer la calle. Saborear el asfalto sucio y caliente. Sentir que la esquina no es un límite, es la puerta a todo lo posible. Y ahí, cerca del grifo la espera el niño de la cicatriz de guerra. La espera con un pantalón rajado en las rodillas y sin polera. Es muy flaco, tal vez más que los demás. Sus ojos negros hablan de una gran sabiduría. Tiene 11 años y sabe fumar. Por esa razón ella pretende seguirlo esta vez. Él tiene una sopresa preparada. Juntos entran a una casa. Refugiados del calor y de ojos adultos, comienzan a ver en la penumbra de una pieza. Él abre un cajón de madera. Ella se sienta en la cama. En la pieza del lado ronca la abuela en una silla. No hacen ruido. Él saca un objeto negro. Es un revolver. Lo manipula. Se apunta la cabeza y luego al gato gris. Se rien. Ella ríe, aunque está temblando. Le pide que la deje tocar el arma. Él se pone serio, la vuelve a meter en el cajón. 'Esto no es para niñas, sólo te traje para que la vieras', dijo él. Ella asume, lo mira con admiración.